lunes, julio 17, 2006

AVISO

Que quede claro, este taller no se ha cerrado. La historia continúa. Pasa que estoy superando la muerte de uno de los personajes.

martes, junio 20, 2006

capítulo III - (fragmento 5)

Cuando desperté, Yoyes no estaba junto a mí. 8:34pm. Después de la bañera retornamos a la cama dando vueltas sobre el matre como dos gatos caseros. Me levanté con hambre. La habitación estaba a oscuras. El apartamento también. Me puse un pantalón color marrón, que estaba tirado al pie de la cama, y caminé hasta la cocina. Abrí la puerta de la nevera para que la luz amarillenta me dejara buscar la harina de café. Puse la cafetera a hacer lo suyo y busqué algo de comer. No había mucho. Leche, nueve botellas de agua, soya sin preparar en un envase, pepinillos frescos, dos huevos, manzanas rojas, una gota de jugo de uva en una jarra, espinacas apolismadas, Tofú, un pedazo de salmón. Busqué una camiseta negra, México 99, las chancletas metedéo y bajé. En las escaleras me encontré con el vecino. Un tipo gordo, fofo, amorfo, gigante como un gorila, con la piel como grisácea, lampiño, feísimo él. Subía unas cajas. Le pregunté si necesitaba ayuda y me dijo que no, ¡no! no necesito nada, de mala gana, de un tirón. Pues jódete cabrón, quise decirle. Subió hasta el otro piso por las escaleras estrechísimas del edificio, con una caja extra sellada en la cabeza, con los mahones azules a punto de caérsele de la cintura, con una camisa verde oliva, manchada de un sudor apestosísimo. Salí a la calle por las puertas principales del edificio, aunque en realidad es una, la única, pero que abre en dos. Yo digo que la puerta era una copia sanjuanera de las terceras puertas de Ghiberti, las del paraíso, en el baptisterio de la catedral de Florencia. La única diferencia es que las que subían a nuestro apartamento eran rojas, viejas, baratas, de madera porosa, sin relieve alguno, mucho menos con escenas del Antiguo Testamento. Las puertas de nuestro paraíso estaban limpias, con las cuadriculas vacías, listas para empezarlas a esculpir. Se lo dije a Yoyes como tres veces cuando perdíamos la noche sentados en la sala, ella en el sofá único y yo sentado sobre el frío de las losetas.

-Tenemos que hacer algo en esas puertas gorda, tenemos que pintarlas o diseñar alguna cosa, se ven bonitas así pero el acrílico se está despellejando.- Siempre me miraba con la coquetería entre los ojos y se mordía los labios sabiendo que aquello era el botón para lograrme una erección.

-Píntame a mí. Ahí.- Y señalaba donde.

Una fila de asiáticos, con cámaras en manos, vestidos para la noche, seguía la ruta de un mapa editado de los que dan en los cruceros. Otros turistas caminaban en dirección contraria, hacia mí; una parejita de gringos, por aquello de ser más especifico. Ella, una rubia preciosa, lápiz labial rojo granate, tetona, de caderas cuadradas, un traje escotado más negro que el cielo, y unos tennis blancos, feísimos, apestosos sabrá dios a qué; tal vez a nieve derretida. Él, un caballero mayor, flaco, alto como un poste, pálido, canoso, una camisa azul añil de manga larga, pantalón azul marino, corbata rayada azul cielo, azul turquesa, azul cobalto, unas Adidas azul y blanco idénticas a las que tenía Antonio en el hospedaje de Mayagüez. Me pasaron por el lado. Olían a diablo. Me aburrí de verlos. En la esquina un adicto pidiendo dinero bajo un farol de antes. Frente a mí, un dúo espectacular de músculos europeos saliendo del hotel. Los carros estancados en la calle bajo la enredadera de la cablería eléctrica que brinca entre edificios, zigzagueando de azotea en azotea. Una gritería de niños subiendo desde la Plaza Colón. Una vieja me miraba seria desde la altura de un balcón al otro lado.

Crucé entre los carros y caminé hasta el Café de la Plaza de Armas oliendo mi aliento, atrapado con las manos entre la boca y la nariz. La plaza estaba llena de niños, de algodón de azúcar color rosa, de árboles con bombillitas multicólor, de pascuas gigantes, de brillo, de bastones de menta no comestibles, de fuegos artificiales que explotaban por control remoto. Doña Ceci me vendió cuatro Quesitos de hojaldre y una Mayorca que se veía deliciosa desde el otro lado del cristal de la vitrina. ¿Café? ¿Chocolate caliente? ¿Capuccino? No, gracias, eso es todo. La doña estaba de lo más emperifollada, maquillada, con una margarita blanca enterrada en las canas del pelo, con unos aretes plásticos color fusha, un lápiz labial mucho más rojo que el de la gringa rubia, olorosa a Señorona, sentada en un trono al otro lado del mostrador. Agarré la bolsa de papel marrón y caminé de regreso hasta el apartamento. La noche estaba oscura, no había luna, las palomas revoloteaban entre los balaustres de los balcones con flores y hacían sus ruidos asquerosos sobre los cordones de mampostería cagada y los ornamentos renacentistas de los edificios de esquina.

-No entres así. Toca la puerta o has algún ruido.- El gordo del cuarto piso puso su cara de terror, como si un frío le petrificara la mirada al verme sin previo aviso.

-Yo vivo aquí. Soy vecino. Del tercer piso.- Saqué una sonrisa. Traté de ser jovial.

-Lo sé. Pero eres nuevo.- Me dio la espalda y subió la escalera con la última caja que le faltaba. Su guagua blanca estaba estacionada sobre la acera de cemento, con la intermitencia amarilla de las luces de emergencia, con la puerta trasera abierta hacia la entrada principal. -Amelía lo sabe. Mejor toca la puerta y ya. Nos evitamos problemas.- Cambió de tono. Odiaba ese tono en mi papá, de decirme las cosas como si uno fuera menos, como diciéndole a uno “Esto es así y punto. No preguntes. Y te callas” Gordo pendejo. Ojalá y te caigas de espalda con to’ y caja pa’ ver quién carajos te ayuda a levantarte.

-Discúlpame entonces, yo entiendo, pero nadie va a bajar de ningún piso a abrirme la puerta si la toco. Además tengo mi llave. Amelia me la dio. No veo cual es el problema.-

-¡Te estoy diciendo que toques!- Tiró la caja en el descanso de la escalera del segundo piso y se volvió hacia mí. Entonces habló con gestos y con las manos. La bombilla que colgada del techo de la escalera le iluminó la cara pero la sombra que la luz proyectaba en la pared era mucho más monstruosa que aquel fofo apestoso a sebo. -No te cuesta nada socio. Tocas la puerta, se sabe que alguien va a entrar y listo.-

-Pero eso ni se oye ¿Tu lo escuchas allá arriba?- Me hice el pendejo.

-Hermano, evítate problemas. Es la segunda vez que te lo digo. No te las des de preguntón. Tocas la puerta y ya. ¿Está claro?-

Levantó la caja de nuevo y se perdió escalera arriba. No sé por qué carajos me dio con mirar el techo sobre mí. Un hilo de lana blanca, casi imperceptible, encarrilado por clavos, subía por la pared hacia algún punto. Miré el reverso de la puerta, desde adentro y la vi. Una campana diminuta colgaba de una esquina. Forcejeé con la puerta un poco y la campana sonó. El hilo de lana se movió. Imagino que el vecino tenía otra campana sonando allá arriba. Entendí. Evítate problemas, me había dicho. Dejé la puerta abierta y subí al apartamento.
Olía a café quemado. Me encerré. Prendí la luz. Serví una taza y saqué los dulces de la bolsa. Yoyes no contestó. Comí sentado sobre el piso. El café me dio calor. Separé las cortinas peruanas, las amarré a cada lado, abrí el ventanal tratando de que entrara un poco de aire fresco. Los abanicos casi ni soplaban. Me di un baño sin jabón. Serví otra taza y caminé desnudo por el apartamento. Prendí el radio. Ismael Rivera cantó de fondo. Cuando iba a sentarme en el sofá, miré hacia el otro lado, hacia el Milano, y me encontré los ojos fijos de un gordito, cuarentón quizás, que desfiguraba su nariz contra el cristal mientras me contemplaba. Yo y los gordos. Así, desnudo, me agarré la pinga y le saqué el dedo ese que censuran en algunos canales de televisión. Cerré las cortinas nuevamente, volteé y miré hacia la puerta de cristal que se abre hacia el balcón. Caminé hacia ella. Estaba abierta. No hice más que pararme bajo el jodio marco y los ojos del vecino me miraron desde arriba, al otro lado del patio interior lleno de helechos, como si ya me aborrecieran. Evítate problemas Andrés. Los perros negros empezaron a ladrar. Cerré la puerta de un cantazo. Busqué una sabana en el cuarto y le atrofie la vista al tipo. Me senté en el piso, aún desnudo, frente al radio de la sala. Ismael Rivera empezó a gritar de fondo. Me tragué el último sorbo de café.

jueves, junio 15, 2006

capítulo III - (fragmento 4)

Aquel viernes nuestro día se hizo en la cama. Conversamos mientras una luz sucia rotaba las sombras a su antojo por el interior de nuestro cuarto, como la de los días en que las cenizas volcánicas de Monserrat lo cubren todo, en los que el sol se vuelve un círculo costroso flotando entre las ráfagas de polvo, entre nubes manchadas de azufre, entre gaviotas ciegas que vuelan sin saber su orientación. El calor era terrible, pegajoso, casi mucoso, infernal. Pero así nos conocimos, después de meses de habernos visto, e intimado, luego de seis días de sudar y despeinar la misma cama anaranjada.

A Yoyes la conocí más que a ti. A ti te amo pero te desconozco.

Si te conozco te conozco de una forma leve, tenue, no sé. Te conozco como amiga, como un amor idílico más que otra cosa, como la primera mujer que se me metió en la cabeza, la primera chica a la que le dije que sí, con gusto. Te conozco Victoria, pero muy poco, casi como se conoce a un personaje de silueta. Lo más profundo que conozco de ti son tus gestos, tu carácter y la superficie de tus senos parecidos a dos bolsas de arena cubiertas de piel. Es la verdad. No puedo escribir otra cosa.

Ni siquiera compartimos una cama. No es que diga que el amor nace entre las sábanas o que para conocerte necesitaba un poco de penetración. No es eso. ¿Pero qué compartimos mujer? ¿Un par de amigos en común, el mismo deseo de andar abrazados por todos lados para que la gente nos viera y dijera qué bonita pareja? ¡Por favor! Yo te amé y te amo, es cierto, pero te amo sin saber, resistiéndome al cómo, sin tener explicaciones del por qué, amarrado a un par de recuerdos que ni siquiera florecieron, sin saberte para mí, sabiendo que hace mucho eres de otro, un otro que te hizo la mujer que desconozco. Pero no me importa Victoria. Tú puedes amar el cuerpo de mil hombres si quieres, yo podré meterme en otros cuerpos, yo podré desconocerte, pero seguiré sintiendo esto, amándote igual, de una forma loca, idílica tal vez, pero es por lo que fuiste, sobretodo por lo que no pudimos ser. Por eso te amo. Después de ti nada, a pesar de que contigo no hubo más.

Yo quería que me hicieras, que me volvieras tuyo, que me estrenaras tú y no un hombre, que pusieras la venda de tu cuerpo en mí y me enseñaras a adorar en ti a las mujeres. Pero no pasó. Y a pesar de eso, de haber sido y no ser nada, te amé y te amo en presente, todavía. Como un loco. En presente chica. De una forma extraña. Todavía. Y apuesto que tú no, que ni me amas ni te importo. Y lo entiendo. Es lógico. Me desterraste. Bastante lloraste por mí. Por mí que no soy nada y que tampoco fui. Si fui, fui una mentira. No me conoces. A estas alturas tampoco te conozco a ti. Pero te aplaudo el que no me ames. Si me amaras, amarías a un desconocido. Mejor ni lo conozcas. No lo he querido conocer.

Discúlpame por esto, en serio, pero el alcohol me pone así. El alcohol, la borrachera y el encierro entre estas paredes húmedas, jodidas, en este maldito cuarto que ya no huele a mí, que ahora huele a limo, a cal y a hongos pestilentes. El viejo Godoy me ha dicho que haga algo con mi vida, que salga de este cuarto, que arregle el apartamento, que viva, que sea feliz. ¿Pero qué es ser feliz ostia? ¿Salir de aquí? ¿Despejarme? ¿Olvidarlo todo? Pues ya no puedo Victoria. Esto me consume. Me consumiste. Me consumieron los dos.
Estoy flaquísimo. Duermo muy poco. No como bien. Estoy empezando a aventurar con el alcohol y bebo café por vicio. Café con ron, buches de ron, ron vomitado. Pero tampoco es tétrico, no es para tanto. Me adormece pero me obliga a escribir. Eso es lo que he hecho después nuestro encuentro. Ahora escribo. Escribo de mí, de ti, de él. También escribo de ella.

Cuando Yoyes y yo, aquella mañana, ya habíamos hablado de todo y hasta presentado los tatarabuelos con los dedos pequeños de los pies, cerramos la conversación haciendo un ensayo de amor, en la cuenca de la bañera. Al fin y al cabo, era eso lo mejor que sabíamos hacer. Agua tibia, grupa y manoteo, besos de pez. Tirados allí, bajo una lluvia que se evaporaba con el roce de la piel, hablamos de la primera vez que coincidimos.

-El juego de seducción empezó al final de la primera clase de literatura. No sé cómo no te diste cuenta. Te dije profesor aún sabiendo a simple vista que tú no eras más que pendejito de primera. No tenías ni pinta de catedrático. Pero me gustabas. Me gustabas desde antes. Ya te había visto muchas veces en los pasillos de la facultad. Quería jugar. A veces me pongo juguetona.- Me miró empapada de agua dulce y sonreí.

Entre risas volvimos a besarnos, a abrazarnos, e hicimos, levemente, otro intento de amor.

lunes, junio 12, 2006

capítulo III - (fragmento 3)

Abrí los ojos y mi mirada se enredó entre las aspas polvorientas del abanico. Después miré hacia el lado y ella estaba ahí, toda una mujer, desnuda pero enredada entre las sábanas anaranjadas olorosas a madera, recostada al espaldar de la cama, con las pecas relucientes, fumando con una elegancia que mi tía envidiaría. Me arrastré un poco sobre el matre, y me dejé caer sobre un rayo de luz que se estrellaba contra su pecho. Mordí el pliegue de la tela y desnudé la carne rosada de su pezón izquierdo. Buenos días gorda. Sonrió.

-Buenos días dormilón. No sabía que eras músico.- Abrí los ojos un poco más, todavía lagañosos, y la sonrisa deliciosa se me cayó. -Te has pasado toda la noche en la tarima, dando un concierto de madre. No me has dejao dormir.- No había terminado de hablar y exploté en risa de nuevo.

-¡Mala mía! Se me olvidó decirte. Esa es la mierda de to’ esto. La convivencia será perfecta pero hace públicos los defectos de los dos.-

-En todo caso tuyos. A mí no me incluyas. Ya llené una libreta en menos de seis días.-

-¿En serio?- Volvió a pasmarse la sonrisa. Me despegué de su pecho y le miré los ojos de café. -Coño Yoyes pues no te calles. Habíamos quedado en decirnos todo. ¿O no?-

-Cierto. ¿Pues que te parece si empezamos por los nombres?– La pregunta y el tonito de su voz me cogieron por sorpresa. Lo notó. Hundió medio cigarrillo en un vaso de agua asqueroso que estaba junto a la cama. El brillo se le fue del cuerpo. Los ojos se le oscurecieron. Me miró varios segundos sin hablar y se levantó enredada en el anaranjado. Abrió la ventana de madera vieja y la de cristal. El sonido de la calle se coló en la habitación. Caminó hasta el gavetero. Se arrancó la sábana. Me la tiró sin verme. Buscó un panti blanco en la tercera gaveta y se lo puso con una delicadeza extremadamente seductora. Sus pechos se bambolearon lento en cada pose. Era muy flaca. Mucha cadera, mucho culo, poca teta. Buscó unas pantallas redondas, de bronce y se las espetó mirando hacia la calle. Volteó. Demasiado seria. Caminó hacia mí. Me extendió la mano como si yo fuera un desconocido y nos adentráramos en la formalidad patética de una primera vez. -Amelia. Mucho gusto Andrés. Me llamo Amelia. Yo sé que me conoces por Yoyes, que mucha gente en la universidad me dice Yoyes, que los muchachos de la OSI me apodaron Yoyes, pero me llamo Amelia. ¿Vale? -Alzó la ceja. Me recordó a Victoria.- No sé exactamente por qué no me lo has preguntado pero ya basta. No quiero seguir traumatizada, haciéndome la loca, ignorando el hecho de que vivo con un tipo al que no le importa un carajo la identidad de la mujer con que se acuesta.- Tragué y soné la garganta. Allí estaba yo, tirado sobre su cama, desnudo, con una erección involuntaria de respuesta, mirándola como los tontos, sin saber que diablos decir, queriendo evitar algo tan lógico.

-No sé. Perdón. En serio. No lo hice a propósito gorda. Y no es que, que no me importe. Si no te he preguntado es porque te conocí así, porque así te llama todo el mundo, porque así te presentaste, porque así le pediste al profesor de literatura que te llamara, porque así firmaste los cuentos que he leído. Además nunca hemos entrado en la formalidad.-

-¡Lo sé! Pero y ¿Y qué me dices con eso? No sé lo que piensas ni lo que tienes en la cabeza. Ya no estamos en la universidad. Vivimos bajo el mismo techo Andrés. O sea, no creo que sea ni saludable, ni entretenido, ni normal que vivamos juntos desconociéndonos. O en todo caso vivir obviando detalles que puedan acercarnos a los dos.- Bajó las revoluciones de su tono. La calidez se hizo sentir en sus palabras. Se sentó en la cama, con el torso al aire, me agarró una mano y siguió hablando con una necesidad con la que ninguna hembra me había hablado. -Es cierto que en lo de nosotros no ha habido un formalismo excesivo, ni siquiera un formalismo básico, y es verdad, te lo acepto, pero eso no significa que lo que hemos tenido o hecho, y lo que somos y haremos no tenga validez, no sea algo formal. O sea, no sé tú pero yo te considero mi pareja. Y creo que somos pareja, que deberías saberlo, y asumirlo. Eso quiere decir que nos debemos mucho, que necesitamos interactuar Andrés, desnudarnos, hablarlo todo papito, conocernos a la perfección. ¿Entiendes?

-Sí. Te entiendo. Entiendo perfecto. Y te lo prometo. Así va a ser. Soy tu pareja. ¡Somos pareja y punto! Trato hecho. ¿Sí?- Le sonreí como nunca. No sé por qué pero tenía un cosquilleo en el estomago, una sensación de alivio, de empezar a respirar con sentido. Por mi parte sabía que ella tenía razón. Lo nuestro no era, ni debía ser un juego.

Me propuse, a partir de aquel momento, sincerarme con aquella hembra que se abría frente a mí. Claro, sincerarme hasta donde pudiera. Yo ponía los límites. Había cosas que no podía contarle. Pero no era porque no me atreviera a hacerlo. No le contaba porque no. De mi silencio dependía la firmeza de mi estabilidad con ella, con una mujer hecha y derecha, la perpetuidad del machismo isleño contenido en mi familia, el éxito de un futuro prometedor alejado de los hombres, como padre, como esposo nominado a un Nóbel, como ejemplo genealógico para las masas, como heterosexual.

sábado, junio 03, 2006

capítulo III - (fragmento 2)

Para aquel entonces la navidad florecía por la isla. El casco viejo de San Juan mostraba sus fastuosas decoraciones, sus jardines electrónicos de lucecitas de colores, escenografías de neón y fibra óptica en todas las plazas. Yoyes también se había empeñado en decorar. La navidad pone a uno como loco, medio infantil, con ilusiones que no existen en otras épocas del año. Además lo nuestro, igualmente, estaba empezando a florecer, a tomar forma, y aquello era un detalle que ninguno de los dos podíamos pasar por desapercibido. Quizás por eso me pareció una buena idea. Pero Yoyes no era fácil, era todo un personaje, a veces demasiado excéntrica, maniática, un berrinche humano, una niñita malcriada, una manipuladora de primera. Cuando se le metía algo en la cabeza iba hasta el final, no aceptaba nunca un no, se la pasaba jodiendo y rejodiendo hasta lograr lo que quería. Es una pena que haya pasado lo que pasó.

Esa navidad, la primera juntos, se había empeñado en conseguir el esqueleto seco de un árbol para adornarlo a su antojo, con ornamentación casera, hecha por ella y por mí. Le dije que sí, y yo encantado, “claro”. Merodeamos el casco pero no encontramos nada. Bajamos por la Caleta de las Monjas y caminamos bajo el abrazo de unos árboles gigantes que buscaban convertirse en uno, consolidar un techo verde para nosotros por donde no se filtrara, siquiera, una gota de luz. Bordeamos el jardín amurallado de la casa blanca de Juan Ponce de León y nos adentramos en un parque para niños, olvidado por ellos, frecuentado a todas horas por los duetos de amantes que se besan en unos bancos desgastados por el salitre del mar, escondidos entre la maleza. Caminamos, nos besamos poco, fumamos yerba entre las raíces centenarias de un flamboyán cercano, con vista hacia la bahía y hacia una barcaza de carga, negra y azul, que gritaba su llegada entre las olas. Los pelícanos sobrevolaban el área, se escuchaban las voces distantes de turistas. Todo estaba bien hasta que comenzó a llover. No había nubes grises, el caribe es traicionero, corrimos entre las aceras hasta nuestro nidito de amor. Pero ella quería el árbol rápido, que yo lo consiguiera a toda prisa, como quien pide el último deseo antes de morir y necesita con urgencia que se lo concedan. Perfecto. No dejó que me sentara, buscó las llaves de mi carro, una sombrilla roja para los dos y volvimos a correr bajo la lluvia. Lo que había empezado como una cacería, con serrucho en mano, cerca de Puerta de Tierra, se extendió, cuatro días después, hasta un monte tupido, con sierra eléctrica, en Naranjito. Era del tamaño de ella, un laberinto de ramas, formas orgánicas, un árbol de navidad a lo puertorriqueño. Amarré el susodicho a la capota de mi Toyotita gris. Me dio el beso-premio de piquito y nos fuimos. Terminé malhumorado, con el picor verdoso que se le queda a uno cuando se interna en el monte, aborrecido de encontrar mil árboles y que el número mil fuera el perfecto.

Tan pronto llegué al apartamento puse un CD de música brasileña que me había robado de una compañera de la universidad. Me recosté en el sofá único de la sala tratando de buscar una paz que en la ciudad no existe. Los aguaceros torrenciales sin aviso previo, los tapones kilométricos, las discusiones entre carros, la guerra de bocinas, los huecos en las carreteras del país, la publicidad que grita al conductor a lado y lado de las avenidas, el murmullo de la gente en los centros comerciales, en el casco de la capital, en las plazas, en la calle frente a nuestro apartamento. Yoyes colocó la punta inferior del árbol navideño no decorado en una base improvisada junto al ventanal. Caminó hacia el pasillo entre contoneos y se detuvo antes de perderse detrás de la pared histórica. Me miró por encima del hombro izquierdo, sonrió un poco, relamió sus labios carnosos, me guiñó un ojo y desapareció a prepararme café. Lo hizo a propósito. Le gustaba tentarme. Me mordí los labios hacia la derecha y me interné en la cocina siguiendo sus pasos. Sólo tuve que pararme detrás, acercar mi boca a su oreja, pellizcarle un poco los pezones y meter mi mano dentro de su panti para que el bollo se le humedeciera. Cerró los ojos y se despegó. Yo la dejaba. Le gustaba volar. A mí me encantaba jugar con ella; chuparla, besarla, masturbarla al ritmo de la música de fondo, por ejemplo. Y ella en el cielo. Volaba alto. Un dedo adentro y cayó. Rendida. Nos deslizamos hasta el piso con la ropa puesta, sentados frente a frente, mis piernas detrás de la parte baja de su espalda, las de ella detrás de mí. Le doy un masaje en los pies y, sin saber cómo, levanto su pierna izquierda, tersa, le quito la alpargata, empiezo a pasarle la lengua y logro la erección que tanto había querido. Me despego un poco, pongo los dedos de su pie con las uñas pintaditas de rojo frente a mi boca, se los chupo, se los muerdo, gime más. Me encantan los pies, pero no sólo los de ella. Me excitan fuerte. Hay quienes dicen que son símbolos fálicos, o sustituciones carnales del falo en la mujer. No sé. Da igual. Aprovecho para quitarle la camisa blanca de botones, el mahón corto, el panti de rayitas amarillas. Luego va ella. Me quita la t-shirt marrón, desabrocha mi mahón azul largo, despacio, las manos en cada botón, calor, me desnuda por completo. Le enseño lo que tengo, huelo agrio, estoy sin afeitar, me masturbo suavemente. Hay hambre, se relame más, a Yoyes le fascina. Nos acercamos, nos frotamos los pechos, la música de los tambores se escucha altísima, practicamos Capoeira sobre el tablero de ajedrez. Sus manos arañándome los antebrazos, mi cara hundida, el roce de los dientes por sus pliegues, la lengua tocando su Caixa. El olor de la lluvia, la dermis, la mampostería colonial. Los dedos locos. Su ombligo mirándome la frente. Después los besos amargos, su boca en mi vena, los tragos de carne, el aroma del café, los hilos de saliva, las uñas dirigiendo las caderas, las pecas de su cuello corriendo hacia mi boca y mi nariz. Los dos en un rincón junto a los pies de la nevera. Los cuerpos mapeaban el sudor. La piel tatuada con la mugre del piso. Rico. Cogíamos duro. Chocaba con su fondo, repeticiones y bombeo, yo no quería venirme. La Batucada cantaba y tocaba un sólo de Pandeiro sin mirarnos. Se la saqué despacio, ella apretó mis nalgas, frío, se relajó, tuvo un orgasmo, me hundió en ella otra vez. Sabía controlarme el mete y saca para no acabar rendido como si fuera un primerizo. Así estuvimos hora y media, en el piso de la cocina, resbalando, pringados de sales, de jugos bucales, de sucio. No aguanto más, le dije. Grité. ¿Quieres mi leche? Sí. ¿Te gusta? Sí. ¿Que sí? Dijo que sí. Cabrona. Yo estaba hechecito para ti.

Salí de ella. Me acosté boca arriba. Tres cucarachas miraban golosas junto a la hornilla de la estufa. Se la metió en la boca. Me chupó las últimas gotas que quedaban. Depravada. Lo era. Yo también. Delicia. Dos depravados. Lo mejor del mundo. Me lanzaba hacia arriba, rompía el techo, tocaba las nubes. Luego me venía hacia abajo, caía explotado en el piso, o en la cama, hecho un cadáver, sin leche para alimentar. Demasiado fuerte. Yo era nuevo en cosas como aquella. No dejé que me tocara en tres minutos. Necesitaba caer en mí.

Cuando nació el tiempo luego de aquello, apagamos la cafetera y olvidamos tomarnos el café. Olvidamos los tambores de la Batucada. Caminamos desnudos, sucios los dos, embarrados de adentros. Nos desplomamos en la cama sin bañarnos y nos apagamos despacio, entre suspiros cadenciosos, besitos suaves y continua exquisitez.

viernes, junio 02, 2006

Fortaleza #302

capítulo III - (fragmento 1)

El apartamento no era inmenso pero estaba perfecto para la convivencia básica de los dos. Estaba ubicado en el tercer piso del edificio 302 de la Calle Fortaleza, justo enfrente del Hotel Milano. Nuestro nidito de amor era la vista idílica, o panorámica, tras las ventanas de las habitaciones rentadas por los turistas. Sin embargo, el detalle ese de ser una atracción exclusiva para los extranjeros que se quedaban en el hotel nunca resultó un problema para nosotros. Yoyes vivía allí antes que yo. Conocía la movida. Sabía controlar la situación. La mayoría de las veces cerrábamos el ventanal de cristales de la sala con unas cortinas inmensas, gordas, de tela de alpaca, pintadas con Ayrampo, que ella le había comprado a unos indígenas en el Perú y otras veces las dejábamos abiertas para que la luz y las miradas se derritieran frente al calor exótico que concebíamos cuando intentábamos hacernos el amor. Pero no siempre fue así. Otras tantas veces los huéspedes presenciaron desde el otro lado, a la misma altura, nuestras discusiones demenciales donde todo volaba como proyectiles y explotaba en la pared. En otras ocasiones fuimos nosotros los binoculares, los testigos de madrugadas calientes donde las carnes jinchas jugaban a las noches caribeñas, a encharcarlo todo como si manara de sus cuerpos un universo acuoso, un archipielago salado, oleaje, agua de mar.

Mas allá del ventanal, nuestro espacio tenía las típicas losetas ajedrezadas del San Juan colonial, el techo a doble altura con un costillar de vigas de ausubo visibles y un balconcito intimo, con una baranda de hierro doblado orgánicamente, con vista hacia un patio interior compartido lleno de helechos extremadamente verdes, una fuente de agua ruidosa y vieja, y dos casitas para los cuatro chihuahuas negros del vecino, más ruidosos aun. El balcón se abría a la izquierda tan pronto se cruzaba la puerta principal del apartamento. Del techo colgaban dos abanicos gemelos con aspas de metal ultra lentas que soplaban el calor encerrado entre las paredes de mampostería. Algunas estaban retocadas con cemento, forradas del pellejo de pinturas de otros tiempos, perfectas para colgar mis cuadros favoritos o las fotografías a gran formato de la que fue, para ese entonces, mi mujer. A la izquierda, junto a las puertas del balcón, un comedor improvisado. A la derecha, la sala junto al ventanal. Al fondo, el pasillo de tres puertas; de izquierda a derecha estaba la del baño, la de la cocina, la de la habitación.

Lo más que me gustaba de nuestra habitación es que era sencilla, que contenía lo necesario, que parecía haber sido sacada de La Vieja Habana, con la historia de los siglos convertida en pigmento y bañada de una luz suave y calurosa, medio amarillenta, rebanada delicadamente por las rendijas de la única ventana de madera que mantenía el edificio y que habían reservado insólitamente para mí. Claro, no fue para mí, fue para Yoyes pero ella me lo dijo por aquello de hacerme sentir cómodo en un espacio que hasta entonces no me pertenecía. Nuestro cuarto estaba pintado color mostaza, aunque las paredes tenían hendiduras y partes craqueadas que dejaban ver los colores de otras capas; un poco de azul cerúleo, un rojo carmesí, el terracota tostado de los ladrillos.

El mueble con la ropa doblada estaba a la derecha, entre la puerta y las dos ventanas de la habitación, una de aluminio blanco con cristal, la otra era la de madera. Ambas se abrían desde lo alto hacia la Calle Fortaleza, por ende hacia el hotel. A la izquierda estaba el closet de los dos, sin puertas, tapado con la sabana con la que acostumbraba a limpiar mis pinceles. Frente a la puerta y en el mismo centro de la habitación, bajo una fotografía enorme de nuestros pies besándose en blanco y negro, estaba nuestra cama. Arriba otro abanico de techo. En una esquina una silla inservible, rojo-mohosa, a modo de decoración. Al fondo, sobre la foto, un hueco cagado que traspasaba la pared. Por allí se colaba el vaporizo de los mediodías, el aire oloroso de San Juan y una que otra paloma turca que a veces nos rompía el sueño cuando las noches de la isla se mostraban si su luna.

Me mudé al apartamento el 7 de diciembre de 2003. Es raro que recuerde fechas, nunca lo hago, lo sé. Pero recuerdo esa fecha perfectamente por que ese día fui al aeropuerto junto con Yoyes a despedirme de Gabriel antes de que partiera vía Iberia hacia Sevilla. Allá le esperaban otros días, nuevas amistades, amores furtivos o estables, una universidad portentosa que lo había acogido para ingresar el próximo semestre. El hecho es que me despedí, le presenté a Yoyes, hubo una química extraña entre los dos, se miraron encantados, le di un abrazo y un beso en el cachete con cuidado, tratando de evitar interrogantes.
El mejor amigo de la vida se me fue aquella mañana para no volver jamás. Quizás por eso recuerdo el día a la perfección, porque aquel 7 de diciembre, horas más tarde, luego de despedir a aquel santo varón que confirmó mi profunda atracción hacia los hombres, me sumergí, con la cabeza en alto y con todo el temor del mundo en la formalidad excesiva de una relación bajo techo entre un hombre y una mujer. Pero ese detalle no importa, por que nunca importó. De todos los amores que he tenido, el de Yoyes fue el más voraz y el único del que guardo más de un recuerdo sin mentiras.

martes, mayo 30, 2006

Capítulo II - (fragmento 6)

Me agarró por una mano. Fue caballerosa. Me llevó hasta la mesa frente al mostrador de la cafetería interior, sacó una silla, casi me sienta. Era cómica la situación. Yo no tenía confianza con ella. Apenas hablábamos sobre los exámenes de la clase. ¿Qué quieres de comer? No quiero nada, sólo un café. Dicen que cocinan rico en ese sitio pero el aire apesta. El olor a tinta de los libros recién impresos se entremezcla con los olores rancios de la comida, de las sopas, la papaya fresca, la espinaca hervida. ¿Te invito a comer y no quieres nada más? Me invitas a comer y no quiero más nada. O sea, ¿Qué comes? ¿Café? Exploté en risa. ¿Pero y por qué tu empeño? No quiero más nada, de veras. El rostro le cambió. Se puso seria. Vale, no hay problema. Se levantó de la mesa. Gracias. No había fila.

Yoyes pidió un sándwich de berenjena con una botella de agua para ella y un café con leche para mí. No me gusta el café con leche. Nunca se lo dije. Tuve que bebérmelo.

-¿No lo querías con leche verdad?-

-No sabe mal.-

-No puedo saber tus manías si no me las dices.-

-No son manías, sólo que no bebo café con leche. Tampoco le echo azúcar.-

-¿Sin azúcar?

-Sí.-

-Un buen dato. Lo voy a apuntar. No te rías, que es en serio.-

-¿Pero y tu? ¿De donde saliste? Nunca hablamos. ¿Qué ha pasado? ¿Te decidiste hoy?-

-¿Me decidí a qué?-

-No sé. Tranquila. Sabrás tú-

-No. Tú eres el que sabe. ¿A qué quieres que me decida?- El gesto volvió a cambiarle. Entonces fue una pícara. Quería mi contestación. Sabía lo que yo quería exactamente. Se veía hermosa. El pelo achiote le brillaba bajo las lámparas de halógeno. Le miré descaradamente las pecas que le bajaban por el cuello. Los pliegues de su camisa verde olivo. Mis piernas moviéndose descontroladamente bajo la mesa. Su mirada. Su sonrisa perfecta. La conversación adentrandose entre mil temas a la vez.

La mitología construye a Siddharta Gautama como un enviado del cielo. Buda y Jesús. La leyenda no menciona nunca la existencia de un padre biológico. José. La reina Maya. María. Mahayana. La virgen. La reina Maya o Mayahana soñó que lo había concebido gracias a un pequeño elefante con seis colmillos y cabeza de color cobrizo que bajó desde los cielos en la estación de lluvias, en una de esas noches en que ella se abstenía de tener relaciones sexuales. El sexo. A mí el sexo me encanta. Háblame de ti, de tus amores. Amor y sexo. “Hagamos el sexo y no la guerra”, “Peace and love”. Los hippies. Mi mamá fue hippie. ¿Sí? La guerra. Los gringos y la guerra. La lista de los puertorriqueños muertos. Vietnam e Irak. Saddam y Osama. Las muertes. El 11 de septiembre. Los aviones estrellándose contra las torres. Esa mañana. CNN en español. ¿Dónde estabas? Estaba en la universidad. Alguien entró corriendo. Terrorismo. Esa palabra es conflictiva. Los terroristas. Al Qaeda. La lista del terror. Ahí entra la ETA. Dolores González Katarain. Mi apodo me lo pusieron en la OSI. Yoyes fue la primera mujer dirigente de la ETA, famosa por haber sido asesinada, acusada de traición, a manos de la misma organización mientras paseaba con su hijo por las fiestas de su ciudad natal. Natalidad. Me hice un aborto. Casi me abortan. Nací en San Germán. Ese pueblo me encanta. A mi me gusta el centro del pueblo. El casco. Vivía en las afueras, al lado de un supermercado. Yo compro en Pueblo. “Detrás de ti siempre hay un pueblo”. La comida orgánica. Ya sé que eres vegetariana. Ovo lacto picto vegetariana. Yo soy carnívoro. Nosotros. Es raro. Dijiste tú y yo.

Me tenía embobado. Confesé que me encantaba. Acto seguido sacó un bolígrafo de su cartera, lo mordió un poco, hizo conmigo lo que quiso, sonrió. Era una diabla. Me quitó la servilleta que habían amarrado a mi vaso de café y escribió. Luego, desde su silla, se levantó un poco hacia mi, buscó mi oreja, mis ojos buscaron la hendidura entre sus tetas, me susurró sensualmente que yo también le encantaba. Me entregó la servilleta doblada en seis partes y se perdió entre los estantes de los libros. Miré a todos lados. Abrí la servilleta y encontré aquella oración inolvidable entre negrillas, con formas orgánicas de mujer. “Pelear cuerpo a cuerpo sería interesante”.


Una excitación atroz me vino de golpe. La sangre me bajó de un solo cantazo. Se me paró. Lo acomodé hacia el lado. Decidí buscarla. Hurgué la librería. No estaba allí. En un segundo busqué la entrada y salí a la calle con cara de terror. No entendí la movida de su juego. Miré a la derecha, hacia la estación del tren y la vieja calle poblada de librerías y negocios. Escuché un bocinazo a la izquierda y giré. Caminaba a toda prisa hacia la universidad, con el culito parado, su remeneo cadencioso, iba a cruzar la intersección. Mierda. Le grité. Corrí tras ella. Me ignoró. Cruzó un carril y se detuvo en la isleta divisoria de cemento. Entonces volteó. Sonrió como las locas, como las niñas perversas y no me despegó la mirada hasta tenerme enfrente.

-¿Qué te pasa chica? ¿Por qué te fuiste así?- Me miraba quieta, con una sonrisa inexplicable.

-¿Te digo la verdad?-

-Por favor.-

-No me pasa nada Andrés. Sólo quería que me besaras. Aquí, en el medio de la calle.-

Los carros pasaron a nuestro alrededor sin detenerse, tocando las bocinas por pura envidia. El autobús pasó a toda prisa, casi nos roza. Entonces borré todo. Construí un cubo blanco alrededor de los dos. Nos vimos solos. Nos besamos como nunca habíamos besado. Mucha lengua, saliva dulce, apretón y roce, mordidas leves entre labio y labio. Primero un sudor tan caliente que desconocimos que era sudor. Después la humedad debajo de los interiores, la latencia, los corrientazos enzimáticos, la atracción de dos magnetos derretidos. Una sirena de la policía rompió aquello donde empezamos a plasmar lo nuestro. Se estacionaron en la isleta. Nos acordamos de la cuenta. Salimos sin pagar. Los oficiales se bajaron del vehículo. El hechizo se jodió.

Entre sonrisas que se nos caían por la boca, corrimos hacia la librería, bordeamos la patrulla y la mirada pendejísima de los dos oficiales. Corriendo así, descubrí una magia especial en aquella parte de Río Piedras. No había visto los colores vivos del abandono ni la capacidad de los graffittis de encantarlo todo en derredor. El cielo estaba pintado, sobre aquellos edificios blancos, ocres y marrones, de azul anochecer, pero, salpicado de nubes blanco-grises con sus bordes tocados por destellos de luz amarillenta. Yoyes me agarró por las manos y entró a la librería. Me adelanté y pagué la cuenta. Se molestó un poco. Nuevamente se perdió entre los estantes de los libros pero preferí pararme en la puerta por si acaso, para evitar que saliera o se perdiera sin decir adiós. Buscaba un libro afanosamente. Al final lo encontró. Pagó pero no quiso enseñármelo. Meses después supe que esa tarde había comprado un libro para mí. Salimos de la librería. La noche cayó sobre un atardecer que no pudimos ver del todo. El cemento viejo de los edificios obstaculizaba la mirada. Los faroles anaranjados despertaron de la coma diurna en serie, uno detrás del otro, siguiendo una secuencia lineal que se perdía más allá de la cuesta frente a la construcción de la estación de la universidad. Caminamos abrazados como nunca. Nos besamos un poco más. Contamos quinientos veintiocho pasos.

No sé cuantas noches pasaron pero ya estaba viviendo con Yoyes en el Viejo San Juan cuando mi último semestre culminó en diciembre. Luego de aquella nota y de las noches siguientes en su apartamento, caí rendido a sus encantos. Sin pensarlo mucho, recogí las cosas en mi casa y me mudé. Mi madre no puso reparos. Siempre supo que me quería ir. Fue fácil. Sin mayores inconvenientes que la falta crasa de amor, habité su espacio.

Capítulo II - (fragmento 5)

Eché a rodar mis pies a pesar de que mi mente había decidido restringir cualquier movimiento frente a Victoria. A veces pasa. Me cohíbo a actuar por que tengo a esa hembra metida entre la ceja izquierda y la derecha, porque siento a veces que mis pies son los de ella y que es ella quien decide donde moverme y donde no. La miré a los ojos aún teniendo la mirada de Yoyes enfrente. Ninguna de las tres sabía nada. Yoyes no sabía que Victoria había sido mi gran intento de mujer y que Sofía decidió estrenarme en un apartamento que hace esquina con la Calle Loíza y la F. Krug. Sofía, por su parte, no sabía de Yoyes y Victoria no sabía ni de Yoyes ni del estreno carnal que tuve con su amiga, amiga mía primero. No me importó. Al fin y al cabo yo no tenía compromisos con ninguna.

Los ojos de Vic son nimbos marrones sin luz enmarcados por un par de cejas trasquiladas, demasiado angulares, parecidas a las de las villanas de las telenovelas mexicanas que veía mi mamá por Telemundo. Una vez los dibujé a la rápida, en una hoja blanca, con tinta y carboncillo comprimido. Digo una vez por que no recuerdo el día exacto. Creo que lo hice la primera vez que estuvimos a solas en mi cuarto de Miramar. Mi mamá estaba nerviosa, haciendo ruidos tras la puerta, en el pasillo, interrumpiendo cada diez minutos, tú y yo en silencio, nos boceteábamos desnudos. O no. Lo hice la noche aquella en la que bajábamos de Cabo Rojo, veníamos de la playa, tú tenías ganas de pelear y de maldecirme por estupideces y yo no estaba de humor para escucharte. Sí. Esa fue la noche que me salí de la autopista bruscamente y me estacioné sobre la grama. Eran como las diez, no sé si recuerdas, te asustaste, todo estaba a oscuras, los carros nos pasaban por el lado a toda velocidad. Comenzaste a gritarme, encendí la luz interna de mi carro, metí la mano por debajo de tu asiento, busqué la libreta de hojas blancas que me habías regalado. Tú no respirabas entre las palabras, estabas histérica, te dibujé la mirada sin decir por qué. No entendiste el gesto. Pero te callaste por fin. No dijiste nada. No soltaste ni una letra en el camino de regreso. Pero tampoco importa. Aunque recuerde o no, creo que ese dibujo se perdió en una de las mudanzas. Soy un descuidado. Siempre lo he sido. Aunque tal vez no. Quizás ese dibujo está por aquí, doblado en dos, metido en algún libro, en esta porqueriza de mierda en donde escogí vivir, desde donde escribo, en este espacio mínimo sin ventanas, con olor a humedad, donde la cama se me pierde bajo las aguas de la ropa limpia y de la ropa sin lavar. Si lo encuentro ese sería el único recuerdo grabado, literalmente, que tengo de ti. Si no lo encuentro entonces fue el único que tuve. Me tendré que conformar. Tú sabes que no tengo fotos tuyas. Ni siquiera la fotografía que Yoyes te tiró tiempo después de conocerme, cuando subiste a su apartamento en el Viejo San Juan aquella mañana. Esa fotografía lo cambió todo. Tú y ella me mintieron. Todavía no entiendo por qué.

Prefiero creer que nunca he tenido una foto de Vic por que ella siempre las ha odiado. La censura de su mano es más rápida que el flash. Ella es gigante y blanca. Es mucho más alta que yo. Tiene el pelo largo y rizo, medio enredado, lleno de luces, de una escala cromática de marrones adquirida por frecuentar compulsivamente la sal y el sol del mar. Siempre lleva aretes largos, tiene los pies larguísimos, el abdomen plano, las piernas flacas, la espalda dividida deliciosamente en dos.

Volteé frente a Sofía y a Victoria. Caminé. No quise despedirme. Cruzamos la arboleda del cuadrángulo, la danza circular de las palmas reales, bordeamos la Placita Baldority, caminamos bajo el cielo azul, limpio de nubes, bajo el chirrido de las bandadas verdes de cotorras, bajo el tendido eléctrico que dibuja la ciudad desde la altura. Yoyes olía a madera dulce, sonaba las pulseras mientras caminaba, cantábamos El unicornio azul que Silvio le cantó a Rubén.

Cruzamos la intersección lineal de la Gándara y nos adentramos en la Ponce de León, en dirección al casco, a la estación del tren que para ese entonces era una pared monotona de concreto armado, cintas amarillas de peligro y varillas rebeldes, casi organicas, enmohecidas por el sol y la lluvia del caribe. Caminamos por la acera. Yoyes se paró frente a una pared a mano derecha repleta de graffitis, de pasquines pegados, de publicidad barata. Sacó un marcador negro y escribió su nombre. No sé ni por qué. Me miró, sonreí, fui cómplice, escribí Valeol. Pasos después nos internamos en La Tertulia, en el punto de encuentro intelectual de los que se llaman a si mismos postmodernos, el punto de renombre exquisito para las reuniones letradas de los profesores comemierdas, de los literatos, de los escritores emergentes que se crecen entre las portadas de la narrativa nacional e internacional, exhibidas y archivadas como si fuesen piezas permanentes de un museo que nadie visita.

-Este sitio siempre está vacío. No viene casi gente. Siempre las mismas caras. Pocas ventas muchos libros-. Lo dije en voz alta. Había entrado antes. Sabía quien era el dueño. Me escuchó.-Para que la gente empiece a leer hay que hacer campañas megamediaticas, retocar la imagen del que escribe, sacarle un disco rosa de baladitas pop, contextualizarlo, hacerlo comercial.- Yoyes me miró. Torció los ojos. Se acercó hacia mí y puso su mano sobre mi boca.

-Tal vez. ¿Sabes que es lo peor de todo? Que con toda probabilidad tienes razón muchacho. No estas tan alejado de la realidad.-

-Lo sé. Pero tampoco es muy difícil suponerlo. O saberlo. Para que un escritor venda lo suyo en este país primero tiene que caer en el circo, en la imagen retocada, en la persecución hacia la prensa; tienen que hacer presentaciones del mismo libro mil veces, regalarle copias a toda la familia, escribir sobre autoayuda, ganarse un premio en Europa, hacer abdominales, hacerle anuncios a los cereales, pasearse entre modelos, enredarse tormentosamente con alguien de renombre internacional.- Sonreí. El dueño de la librería sonrió también. Un par de personas que estaban comiendo tenían las orejas alzadas. Yoyes me guió en silencio. Preferí callar.

jueves, mayo 25, 2006

Capítulo II - (fragmento 4)

Crecí solo. Me volví independiente poco a poco. Mamá estuvo siempre al pendiente de mí pero para ese entonces trabajaba en el hospital, no había tiempo, siempre andaba cansada, tenía poca paciencia. Papá también. Llegaba tarde de la compañía, con una peste a calle insoportable, con olor a ron añejo. A mi madre nunca le importó. Se encerraba en el cuarto igual que Lya y no le decían nada, ni un hola, ni un cómo estás. Pero yo siempre estaba pendiente. A veces traía cajas, con pintas de mantecados Häagen Dazs medios derretidos que le daban en la compañía. Trabajaba en ventas, distribuyendo mantecados por el centro de la isla en un camión destartalado. Yo me levantaba cuando escuchaba sus llaves, verificaba el congelador primero, después le preguntaba por su día, si se había pegado en el poolpote, a veces se molestaba conmigo. Déjame tranquilo por favor. Yo sólo quería decirle que me importaba, quería montarle cualquier conversación. Pero no. Él prefería que le calentara la comida en el microondas en lo que se bañaba. Ven, siéntate aquí. Me ordenaba a sentarme frente a él en la mesa de caoba del comedor para acompañarlo mientras comía. Odiaba su manera bruta de comer, me daba nauseas. Hacía sonidos de cerdo, el arroz se le caía de la boca, los jugos de las habichuelas se le empozaban en los pelos del bigote, arrastraba el tenedor sobre la porcelana del plato. Dejaba todo sobre la mesa y después subía a molestar a mi mamá. Ábreme la puerta coño que ese es mi cuarto también. Mientras yo fregaba con el Vel escuchaba los cantazos en la puerta, los gritos de Lya diciéndole desde su cuarto que la dejara en paz. Mamá nunca salió. Papá nunca logró tumbar la puerta. Bajaba de mal humor, se acostaba en la sala a ver los programas del tarot que transmiten pasada la media noche. Yo subía en silencio y me acostaba a dormir. Cuando se aburría de la tele iba a mi cuarto, prendía la luz y me sacaba de la cama por las orejas. vete, vete, vete. VETE. Yo tenía que dormir en la cabrona sala porque mi cama era del tamaño de papá, porque el sofá era chiquito, perfecto para mí. Dormía malísimo, incomodo, escuchando a los grillos amontonados detrás de la vidriera junto a la puerta principal, escuchando el rechinar del abanico de techo y los ladridos de los perros de todos mis vecinos. Así fue siempre. Mamá y papá. Yo desvelado pa’ la escuela. Sin embargo, creé mi propio mundo. Descubrí la vida a sorbos sin que ninguno de los dos me advirtiera.

Ser así me enseñó a buscar satisfacciones; a aferrarme a pasiones reales. Descubrí los libros y la escritura. En ellos me descubrí. Se lee como se vive. Se escribe de una forma igual. No puedo separar artificialmente lo que hago y lo que pienso de lo que escribo, leo y pinto. A veces creo que si hubiera vivido en Europa, en Estados unidos o en Hong Kong mi vida hubiera sido diferente. Los alrededores son decisivos. Aunque no. Hubiera sido igual. Lo único que puedo hacer de la misma forma en cualquier sitio es construir mi espacio. De algo estoy seguro, no importa donde esté creo que lo construiría igual. Se construye un espacio y en el espacio se construye el resto, la libertad por ejemplo. No soy de los que cree que alguien pueda darme libertad. La libertad tiene que construirla uno mismo. Por lo pronto mi libertad la construyo escribiendo, pintando, sosteniendo y defendiendo mi visión simple del mundo, nadando entre las aguas caóticas de la vida como si fuese un pez, como diría Pedro Juan, “impidiendo intromisiones en lo que hago o dejo de hacer”. La libertad es como la felicidad: nunca se llega.

Cuando Yoyes me gritó aquella tarde frente a Victoria y a Sofía, ellas se quedaron muy quietas. La voz distrajo a unos. El cuerpo suyo distrajo a muchos más. Mientras remeneaba las caderas y paraba su culito al caminar, el escote de su t-shirt, cortada a mano, sin mangas, sin cuello y de color olivo, se abría con el bamboleo de sus tetas mínimas, sin una gota de grasa. Su cabeza rapada brillaba por el pelo achiote que recién nacía y las pulseras plateadas de las manos dejaban la huella musical de una joyita de mujer. Era una diabla, un tronco de hembra. A veces creo que mientras ella se movía el mundo se babeaba. Lo digo por que aquella tarde yo también babeé. Y es que aquella chica tenia un mahón azul tan colgado a las caderas que dejaba al aire las proximidades pulposas de un sexo con el que muchas veces, entre clase y clase, había fantaseado. Ese cerebrito que me hacía, el olor a pacholí, sus ojos de café y de azúcar negra, el diamante en la nariz, y el tatuaje chiquitito del símbolo de OM, en la parte alta y posterior del cuello, hacían de ella lo que siempre quise. Me hervía la sangre de tan sólo verla. Era una callejera. Callejera con clase. Clase y más. Lo más que me gustaba era su modo de ser, así, libre, echando a un lado todas las convicciones de la sociedad. Ella iba a lo suyo. Andaba decidida. Sus piernas se movieron rápidamente y en segundos, cruzó entre las dos súper amigas, dejándole por años lecciones de erotismo y sensualidad.

-Jevito, ¿Cómo estas?- Tan pronto explotó su beso en mi cachete, vi a la distancia los ojos búhos de las dos mujeres que miraban con interrogantes en la cara. -Porfa, dime que puedes comer conmigo. Tengo mucha hambre. Yo te invito-.

Las miré a las tres. Sonreí un poco.

-Claro.- Contesté automático. -¿Dónde quieres ir?-

Capítulo II - (fragmento 3)

A pesar de lo de Gabo, en mi soledad frecuenté algunos cuerpos como si se tratara de una exposición en un museo de arte kitsch. La mayoría me evocaban cosas, caras, ascos misceláneos. Sin embargo, uno que otro me invitó al éxtasis de Santa Teresa, al Olimpo de los griegos, a las orgĭas en honor a Baco, a la pintura surrealista sexual-freudiana de Dalí, a la desnudez de Eric Fischl, a la carnalidad de Nancy Spero, a los diarios de Natasha Merrit, a la Muerte y funeral de Caín según Siqueiros. Sin embargo, mi gusto plástico, mis adentros y mi estética se inclinaban consistentemente hacia una artista, a esa galería de recuerdos y de gestos sarcasticoespeciales para toda ocasión.

Amé a Victoria como nunca a nada a pesar de haber pasado veinticinco meses en silencio. Silencio porque ella esperaba mis palabras y yo esperaba las de ella. Silencio porque nos estancamos en la estupidez innecesaria de esperar. El tiempo corrió. El te amo se nos quedó en la punta de la lengua. Yo hubiera querido escucharlo. También hubiera querido decirle. Y se lo dije, pero fue tarde, al final, a la distancia, en el momento en que el nosotros ya no estaba.

En el instante preciso de la despedida, cuando Sofía y Vic me dieron la espalda aquella tarde de agosto en la universidad, Yoyes, la chica de la confusión al final de la clase de literatura, caminaba hacia mí frente a ellas. Desde la distancia me gritó y el ulular resonó por todo aquello de tal forma, que mi nombre fue un sutil motivo de despiste para todos los que estaban sentados o caminaban frente al teatro clausurado de la universidad y en la Plaza Antonia. Se me pegó una risa insoportable. Era extraño. En la clase hablábamos lo normal. Ahora me gritaba como las locas, con toda la confianza del mundo, en el momento perfecto, como si ella y yo, igual que Sofía y Victoria, fuéramos los mejores amigos de la vida.

Yoyes y yo nos volvimos a ver en la siguiente clase y en todas las clases de literatura que compartimos en el semestre de enero a mayo de 2003. La clase fue de literatura contemporánea. Hablamos de Pessoa, de Borges y Cortazar; de Baudelaire, Javier Bosco, Goethe, Pedro Cabiya y Pérez-Reverte. Hablamos de Saramago, de Los soldados de Salamina, de Quiroga, De García Márquez. Construimos y deconstruimos ficciones, pasiones, soledades, clichés y estereotipos de la gesta narrativa y literaria de Latinoamérica. Hablamos de nuestros escritores favoritos y de lo que habíamos leído. Hablé de Pastor de Moya y de sus connotaciones líricas sobre los callejones cotidianos de la existencia universal y caribeña. Lo presenté hablando de sus fetiches y de sus cuervos, de los cadáveres putrefactos de dos niñas albinas y explicando el mundo desde su perspectiva podrida y deliciosa de la humanidad. La hora y cincuenta minutos se nos fue volando. Nos despedimos. Superamos la timidez típica de los primeros días de clase. Cada cual salió.

Aquella mañana, cuando escuché las primeras conversaciones sobre las letras, tuve ilusiones con mi futura gesta como escritor. Al fin y al cabo es eso lo que quería y lo que he querido siempre. Nunca le he dicho a nadie. Pero sí. Sin embargo, por más que intento, no tengo vocación ni virtud de narrador. Ignoro y violo mil veces las leyes de la puta gramática y de la composición, y si escribo, es, como dijo mi profesor, citando a García Márquez, “porque confío en la luz de lo mucho que he leído en la vida.” Pero no he leído mucho. Basura tal vez. Quería desahogarme.

Si mi madre se entera diría que heredé la pasión literaria de mi padre. Quizás sea cierto. No sé. Según lo que recuerdo, mientras vivimos todos juntos, bajo el mismo techo, jamás vi libro alguno entre sus dedos. Lo único que le vi leer fueron las revistas de Selecciones Reader’s Digest en español que llegaban por correo anunciando sorteos de un millon de dolares, los chistes pendejos de las páginas centrales, la sección de deportes del Nuevo Día, las papeletas de caballos, los titulares en negrillas del San Juan Star. Lo otro que recuerdo es que sólo leía cuando se encerraba a cagar. Pasaba horas tras la puerta del baño matrimonial, con la luz amarilla de cien watts que calentaba más que el diablo, con la ventana cerrada porque no tenía screen y una vela con olor a nada para quemar la peste a mierda. Cuando salía tenía que buscar una toalla y volver a encerrarse para darse un baño de agua fría. Los caldos de sudor le bajaban por los pelos de la espalda, entre la barba, por la cadena de oro de la que cuelga una conga de salsero. La de mamá tenía una virgen y una plantilla en oro con su nombre en cursivo. Digo tenía por que mi papá se la arrancó la vez aquella que intentó asfixiarla en el pasillo. A mi no me gustan las prendas ni el oro. A mi hermanos sí. A los gorditos le pegan las cadenas esas.

En casa fuimos tres: Lya, Antonio y yo. Toñito es el más flaco después de mí, es el más alto y el mayor. Después de grande rebajó la grasa que a mi abuelo tanto le jodía. Lastima que se haya muerto y que no haya podido verlo metido en unos pantalones 32. Tiene veintinueve años, es el brain que mi papá no pudo ser, viste una barba asquerosa y es producto de una relación de la que mi querida madre no ha soltado pista alguna. Antonio se fajó estudiando ingeniería en Mayagüez y tan pronto pudo, se fue de la casa hacia Florida. Yo hubiera hecho lo mismo. Allá se casó y tiene un hogar con una tal Yarsicy; una dominicana “preciosísima”, de Jarabacoa, que le ha parido seis. Lya también se fue. Es mayor que yo por tres años; es rubia química, tiene un cuerpo casi amorfo, es la más enana de los tres, jamás se calla. Me encojona. Verla a ella es ver a mi mamá. Tal para cual. Cuando terminó el bachillerato, voló hacia España para encerrarse en una maestría apestosa en comunicaciones en la Universidad de Complutense, junto a su adorado italiano. Y yo, que soy el menor de la tríada de hermanos y que parezco más un hijo único que otra cosa, decidí quedarme aquí, humilde, madurando un bachillerato pobretón en artes plásticas.

martes, mayo 23, 2006

Capítulo II - (fragmento 2)

Cuando me supe solo tras la ruptura con Victoria, transformé la soledad en libertinaje. Me encerraba entre mis cuatro paredes blancas y navegaba horas muertas por internet, en la computadora que casi podía controlar desde la cama. El cuarto donde crecí es pequeño, la puerta da hacia el pasillo y hacia la escalera oscura que conduce al primer piso. Tiene dos ventanas miami, de hojas blancas, en dos paredes que hacen ángulo; una mira hacia la cocina de la casa de atrás y la otra mira hacia el patio de la de al lado. Por lo demás no tengo mucho. No me gustan los cuartos barrocos llenos de porquerías, posters, fotos, lamparitas psicodélicas, trofeos, paredes con colores ordinarios. Sólo está la cama, el closet, el espejo rectangular detrás de la puerta, una maleta vieja llena de pinturas y pinceles, y la computadora sobre una mesa destartalada, verde monte, que antes fue una barra de madera para el comedor. Con suerte, el viento de afuera sopla duro dentro del cuarto. A veces sopla nada, se vuelve una mierda, un horno incomodo de gas.

Después de Victoria, me sentaba con las ventanas cerradas, sin abanicos ni aire de consola, a buscar contactos posibles en la computadora, encuentros banales que culminaron en desilusiones totales, en camas sudadas de sexo y alcohol. Me sentaba sin reloj frente al monitor, en una silla sin espaldar, arqueando la espalda, comiendo mantecado como los gordos, tomando café o Coca Cola, dejando que la barriga me creciera. Siempre he sido flaco, pero me puse flaco con barriga, una barriga asquerosa, enferma, como traída de Somalia. Contacté así a Nilmar: una morenita fácil de Guaynabo, con más tetas que cerebro, con más culo que entrepierna. Nunca se quejó. Con ella me fue bien. No hubo mete y saca pero experimenté el salvajismo de frotarnos y aprendí, en su cama de agua, a complacer a una mujer con los piquetes de la lengua. No se afeitaba, olía extraño, el bollo le sabía a carne vieja, el plato favorito de mi madre. También, por internet, conocí a Wilmer John y a Abimael. Abimael era bajito, demasiado gordo para mi gusto. Era peludo de pecho, varonil, con antebrazos de obrero, nalgón. No hablamos mucho por teléfono, quedamos en que me vendría a visitar. Mañana voy a estar por tu casa, me dijo. Y vino al otro día. Trajo comida de Mc Donald’s, hablamos de estupideces, le enseñé mis cuadros, evadimos lo que queríamos hacer. Él era mayor, rozaba los treinta, yo tenía veintiuno en ese entonces. Se decidió, se levantó de la mesa, caminó hacia mí, me agarró por el cuello, me besó asquerosamente acompañado del sabor a pepinillos y a cebolla del Big Mac. Pero eso fue lo de menos. Odio a la gente que no sabe besar, que asumen que los besos son mordidas. Tuvimos un preámbulo de roces tontos en el centro de la sala, se arrodilló, chupó mis sales, le hundí lo mío. Te mentí Ricardo. Tampoco fuiste mi primera vez.

Nunca supe si le gustó o no. No gritó, no dijo nada, se mantuvo en silencio, calladito como un niño bueno. A mi me gusta que griten, que se manifiesten, que me digas sí cuando pregunto si te gusta. Sin embargo, lo de nosotros se repitió algunas veces después de los juegos de su equipo. Lo de él era secreto, era figura publica, un apellido conocido en el deporte de la isla. Él me regalaba las taquillas. Era dirigente de un equipo de beisbol profesional. Una que otra vez tuve las nalgas de sus peloteros de frente. Pero sólo las miré. Nunca hice nada. Con Wilmer fue otra cosa. Hablamos casi un año por teléfono. Entre él y yo no hubo acció carnal. Nos vimos una vez.

Abuelo hubiera estado orgulloso de mí si le hubiese dicho que tuve acercamientos con el beisbol. Claro, siempre y cuando no le dijera que tipo de acercamientos tuve. Él fue pelotero. Quería de sus nietos lo mismo. Si hubiéramos vivido cerca, de seguro hubiera perdido mis primeros años metido en un equipo de pelota infantil. Pero no. Gracias a dios que nos mudamos lejos. Mi hermano fue el que sufrió las consecuencias. No sé si fue duro para él. Para mi sí. Él se crió con mis abuelos, alejado de nosotros por problemas con mi papá, en uno de los montes de Aibonito, sin más distracción que un río lleno de vilarcia y vacas, y un parque de pelota lleno de fango y de guineas. A las malas lo hicieron pelotero. Toñito vete a correr que horita tienes practica. Y Toñito se emperraba, era fofo, rojizo, gordito como todos los de mi familia, excepto yo. Se ponía una bolsa negra de basura, le abría dos rotos para sacar los brazos y un roto para sacar la cabeza de huevo y las orejas de elefante. Andrés vente, acompáñame. Yo me negaba. Tenía que correr por la orilla de una carretera endemoniada, evitando los carros, llena de curvas y flamboyanes, con una pared continua de piedra caliza gris cortada a un lado y un precipicio hacia el río por el otro. Una hora Toñito. Después vienes a comer. En una hora Toñito llegaba sudado, rojísimo, con la bolsa aquella por encima, hambriento, jodido, muerto de sed. Nunca le hablaba a abuelo cuando viraba. Le tenía rabia. Se metía al cuarto de los dos, más suyo que mío y yo corría por presentamiento detrás de él. El tenía trece en ese entonces. Yo tenía siete. Siempre se quitaba la bolsa frente a un espejo feísimo decorado con ramas de eucalipto y flores rojas de embuste que abuela había enganchado en nuestro cuarto. Se quitaba la camisa, respiraba entrecortado, sudaba casi llorando, luego se miraba en el reflejo. Igual de Gordo, le decía abuelo cuando abría la puerta y lo descubría mirándose. No importa Toñito tu eres un pitcher, no necesitas la barriga para nada. Cállate. Déjame quieto. Vengan a comer, gritaba abuela. No llores Toñito. Pollo frito con papas y bizcocho de vainilla. Los hombres no lloran. Yo me ponía a llorar también
Con Abimael y Wilmer me enredé en amistades turbias de las que sólo aproveché lo que quería. Era un interesado. Lo confieso. No hay otra verdad. Me la pasé echando a un lado los gestos sensibles para convertirme en una maquinita sexual, en un ser irracional, prematuro, inmaduro, incapaz de pensar en el amor, en sentimientos, corazones, en ilusiones extrañas. Me convertí en un buscador como quien hurga en la basura buscando el aluminio de las latas de cerveza para venderlo y subsistir. Buscaba cuerpecitos desechables con los que pudiera saciar el hambre que me nacía entre las piernas. No obstante, y lo mejor de lo peor que me pasó, es que en aquel vaivén de aguas sucias, de encuentros banales, encontré por vez primera la compañía menos problemática de todas. Y es que Wilmer, por no someterme a los antojos de su confeso “amor”, terminó siendo mi enemigo y me dejó, en el transcurso trivial de su amistad fatal, el primer amigo real en mucho tiempo.

Conocí a Gabriel, un teatrero, en medio de una de esas conferencias telefónicas extrañas en las que mi famoso enemigo, con la insistencia que usó para hostigar y aborrecerme, intentaba arrancarle palabras de las vísceras a sus amigos con las que confesaran sus secretas atracciones por los hombres. ¿Y tu no haz hecho nada con tus primos? ¿No te has bañado con ellos de casualidad? Por favor, siempre pasa algo. ¿Quién no se ha tocado con un primo? Yo guardaba silencio. Estaba en medio de la conferencia pero Gabo no sabia que yo estaba allí.

-¿Nunca le has visto el guevo a nadie?-

-No.-

-¿Y no te da curiosidad? ¿Tu no sabes que un tipo sabe complacer a otro hombre, que sabe cuales son sus puntos débiles, que hace lo que le gusta que le hagan?-

-No.-

-Si no me quieres decir no me digas, pero se te oye en la voz. Tú haz estado con un macho, no me mientas. Yo lo sé. Y te entiendo. Yo he estado con algunos pero no me gusta decirlo a veces. Tranquilo. Voy a darte tiempo. En par de meses me vas a llamar y me vas a contar. Entonces me voy a reír de ti. Me voy a acordar de esto.-

No sé cómo carajos conseguía los números. Él siempre me llamaba y me dejaba en la línea para que escuchara sus conversaciones sobre cómo sonsacaba a un par de chamaquitos, menores todos, entre catorce y dieciséis. Los invitaba a tocarse, les preguntaba que qué tenían puesto. Siempre caían, desembuchaban, hablaban todo. Yo no lo creía, me daba asco, o pena, que se yo; nunca pude separarme del teléfono. Un día apareció la voz ronca de Gabriel en la línea, entre medio de la preguntadera. Pero Gabo no cedió. Fue todo un macho. No se dejó manipular. Tal vez por eso me cayó bien a la primera. Después de aquello yo siempre escuchaba las conversaciones de los dos. Me mantenía en silencio, entretenido, queriendo conocerlo. Oía cosas de su vida que se parecían a las mías. Después me convencí de que éramos iguales, que no éramos iguales a los demás. Un día Wilmer nos presentó. Hablamos los tres en conferencia. Le caí bien a Gabo, lo repitió mil veces. Y ahí el error. Wilmer no quería eso, no podía compartirme, se había enamorado de mí. Peleamos un poco, tenía celos, no quiso que nosotros habláramos si él no estaba en la línea. Lo mandé al carajo, lo insulté, corté la llamadera. Meses después Gabriel me llamó desde su casa, me explicó cómo consiguió mi número de celular, me confesó en privado una masturbación compartida con un amigo de su barrio.

Supe, a partir de aquello, que nuestra confianza alcanzó limites que ninguno de los dos imaginamos. Desde entonces fue mi amigo más real. Nos parecíamos en todo. Nos gustaba el arte, el teatro y la literatura. Nos gustaban los hombres y las mujeres; nos gustaba el ron, la marihuana, el sexo y el café. Al final también nos gustamos. Así caímos en algo que nunca se llamó carnalidad ni amor. Aquello jamás podría describirse entre palabras. Fuimos mejores amigos pero disfrutamos nuestros cuerpos con la pasión de dos amantes. Fuimos un algo; un no sé.

lunes, mayo 22, 2006

Capítulo II - (fragmento 1)

Era rutina en agosto que la universidad acogiera alumnos nuevos. Yo no era nuevo. Estaba en mi último semestre antes de graduarme. Empecé en el 1998. Para ese entonces estaba perdido, era un inmaduro, un pila de mierda que creía que se lo sabía todo. Pero la universidad me cambió. Yo no sabía nada. Un profesor de español me enseñó en las primeras semanas de mi primer año cómo preparar cócteles Molotov. La clase de español fue sobre la nación, la globalización, la ETA, sobre las alteraciones genéticas en los tomates, sobre las transnacionales, sobre la intención de la Pepsi de comprar los derechos del color azul, sobre Monsanto. Una profesora me ayudó a odiar a Shakespeare, otro me enseñó a tocarme con Pastor de Moya, un compañero me enseñó a enrolar en Payton Place y a hacer pipas con Magic Markers. Dejé de usar desodorante, quise hacerme dreadlocks, empecé a hacer graffiti, a leer de Buda y del Corán, a experimentar con el metal y la escultura. Deserté de la clase de filosofía. No me interesaba Kafka, ni Kant, Nietzsche ni Marx, ni Jacques Derrida. Fui borracho mil veces a coger mis clases; en vez de ir a las clases me iba de excursión a alguna playa. Hice amistades. Tuve amantes. Me enseñaron a leer cosas buenas, hubo gente que creyó en lo que escribía, nunca escribí sobre el amor. En 2001, un año después de Victoria, siete meses después de Sofía, tuve un encuentro furtivo con una española que vino de intercambio. Elena se llamaba. Elenita, la españolita. Una jeva alta como un poste, blanquísima, de pelo negro corto sobre las clavículas, que me enseñó un poco de poesía. Siempre andaba en faldas flamencas y en plataformas. Tenía troncos blancuzcos por piernas. Los muslos gordos. Su sexo grande, tibio, carnoso y oloroso a maní. No sé. Siempre se lo dije. A mí tu coño me huele a maní. Nos frecuentamos varias veces. Cogíamos con gula, hasta el cansancio. Me dejaba eslechao, sin sangre para el bombeo. Desarrollé con ella la técnica que aprendí en el cuarto de Sofía. Gritaba como nadie, se abría de par en par como El hombre del Vitrubio de Leonardo, con los ojos puestos en la nada, lubricando intensamente como quien abre el grifo de un barril y mana vino añejo. Pasábamos horas en su apartamento en la Calle Madrid de Santa Rita, con las puertas negras del balcón abiertas al apartamento de unas viejas protestantes que no hacían otra cosa que mirar por las ventanas a la hora del templete nuestro. Siempre cogíamos mirando hacia allá. Me daba risa. Esperábamos a que las cortinas verticales se movieran un poco y entonces Elenita les gritaba duro, desde el balcón opuesto, del otro lado de la calle.

-Envidiosas-. Decía ella arrastrando la s esa. –Apuesto a que se tocan los coños detrás de la cortina.- Hablaba y gritaba un poco más. –Venga, miren sin miedos tías que a su edad ya no se saben de estas cosas.- Y yo me reía. Me salía fuera de ritmo. Tenía que volver a ponerle la pinga en el carril.

Fue la única mujer con la que cogí mientras estuve en la universidad. Bueno, después vino Yoyes, pero fue al final, en el 2003. A Yoyes la conocí en una clase. Por confusión. Pero no mía. La clase de literatura se había acabado. Fui el último en salir. No llevaba bulto esa mañana. No me dio tiempo a reaccionar. Entró y me miró. Y la miré, pero como si mis ojos reaccionaran al magneto de su cuerpo. Tenía la cabeza rapada, era pecosa, los pechos se le translucían bajo el algodón desgastado de su camisa azul añil, la piel era entre achiote y rosado, las caderas perfectas, los ojos de café.

-Profesor, permiso, tuve un problema con la numeración del salón, además de que el salón está escondido. Con todo el respeto, pero no es mi culpa.- Escuché aquello y embrutecí. Me dieron ganas de reír pero no pude. Ella estaba seria, demasiado parada, con la frente en alto, me había dicho profesor. Intenté explicarle pero no me dejó, hablaba con una rapidez y una seguridad que impedían cortarle el argumento. Sólo la mire apendejado, medio bruto, queriendo entender por qué carajos aquella chica de mi edad, había visto en mi flacura, en mis veintitrés, la figura de un profesor de literatura. No sabía si era una broma, no sabía quien demonios era aquella chica ni de donde había salido. Pero era hermosa. Tenía actitud. Viré la cara hacia la ventana y me perdí en la Plaza Antonia, en el cuadrángulo y las palmas, entre las copas de los árboles y la torre de la universidad. -Profesor, discúlpeme, no lo quiero interrumpir, pero es que no creo que sea un atrevimiento quejarme de la mala ubicación. Yo sé que soy responsable del material, no vine excusarme por haber llegado tarde. Sólo quería saber donde estaba el salón para no volverme a perder. Y nada. Eso es todo.- No sé. Es cierto que se había confundido ridículamente y que yo no era el tipo, el catedrático, el nombre que buscaba pero fantaseé por un momento. Yo profesor. Ella mi estudiante. Fue rico. La mano alzada. Reuniones de oficina entre los dos. Se me paró. Me mató su tonito seguro y decidido; levemente jactancioso pero igualmente encantador.

-Amiga.- Lancé una leve sonrisa seductora. Siempre que estoy en esa situación la voz se me atrofia. Intento hablar claro. Termino hablando feísimo. -Acepto que el salón “queda en una de las esquinas del mundo”, pero, lamentablemente, no soy el profesor. Es una profesora y acaba de salir. Quizás te cruzaste con ella en el pasillo. La clase estuvo divina. Te la perdiste. -Hubo un silencio entre los dos, un poco incomodo. Me miró. No quiso sonreír. Me sentí estúpido soltando aquella frase. Recordé a Victoria diciéndome filosofo barato con una ceja alzada, burlándose de mí con su risita masculina, poco pegajosa, detestable. –Viste, igual no importa. Mucho gusto. Soy Andrés. Creo que nos veremos par de veces por aquí.– Extendí mi mano esperando un saludo cortés pero ella me lanzó coquetería con los ojos, dijo gracias, después, de espaldas, dijo adiós.

Lo otro fue con hombres. Con hombres duros, oloros a sudor; no loquitas afeminadas olorosas a Lolita Lempicka o a Chanel no. 5. Y yo tranquilo, robándole lo suyo, apropiándome de sus manías, de sus ganas de meterse en un gimnasio. Después fui yo el que me matriculé. Estuve un tiempo engordándome los musculos. Después me quité. Y rebajé. Volví luego. Y así; un entra y sale, como todo en mi vida. Con Isander aprendí a beber Cuba libre y Whisky, fuerte, a lo macho, para pasar por desapercibido. A Miguel le robé el temperamento, el sarcasmo insoportable que me nace cada vez que me pongo a discutir. De Andy me robé la afición por los tatuajes. Con Gabo aprendí a dejarme la barba. A Ricky le robé la forma de vestir.

Yo no había visto a Victoria desde aquella tarde de febrero en la que recién estrenaba mis veinte. Con aquella inundación catastrófica-apestosa, los dos años y un mes que llevábamos juntos, culminaron. No fue quien para hablar de frente y lanzarme, con el corazón en los ojos, o en la boca, las palabras asesinas de un amor que algún día pensamos, duraría para siempre. Nuestras conversaciones finales se redujeron al martirio de las llamadas telefónicas, donde los vocablos monstruosos, el llanto, la ironía y el sarcasmo, tuvieron doble participación. Ella se vació escupiéndome desilusiones contenidas por meses y al final, se arriesgó a perderme. Más tarde comprendí que claro, había sido yo quien arriesgó más en todo esto. Y ya no hubo vuelta atrás. Perdí así a la mujer que amé, y que amo, lo sabes, por una jodia noche donde el ron y la carne ajena me supieron conquistar. No tuve control. Yo no quería.

A principios de mi último semestre pude verla nuevamente. Agosto 2003. No sé por qué carajos pero Sofía caminaba con ella de paseo por la universidad. Me saludó emocionada. Me quedé muy quieto. Corrió un poco, estiró los brazos y me abrazó con ganas. Me confundí. Victoria no me saludó. Tampoco hizo gesto alguno. Pero no me importó, en serio. No me hacía falta. Me confundió Sofía que andaba con ella,dando brinquitos y grititos, riéndose como si fueran las mejores amigas de la infancia, como si desde niñas durmieran juntas en una misma cama, como si fueran confidentes, como las que se cuentan los secretos del amor y se echan a llorar creyendo que las cosas duelen menos cuando se comparten. Patético. Odio ese lazo entre las hembras. Aburre. Sencillamente, entre mi ex-novia y yo, no lloraron las palabras. Éramos desconocidos jugando a serlo. No invertí mi tiempo en eso. Quería cuestionarle a Sofía, quería escuchar lo que me iba a decir. Pero no me lo dijo. Tampoco pregunté. Casi ni hablamos. Nos miramos un poco. Victoria me miró. Me dolió su mirada. Me dolió saber también que guardaba armas letales bajo la piel. Quizás por eso preferí no ser muy expresivo y me limité a las preguntas ligeras de su amiga, que es la mía también. Al final me despedí de Sofía. Victoria sólo dijo adiós. Adiós a la distancia. Adiós. Sencillamente adiós. Esa maldita palabra selló nuestro noviazgo. Por eso me la repetiste aquella tarde, quizás con la intención de aplastarme cualquier ilusión que floreciera. Tu adiós me recordó mi condición de soltero, gracias, de veras, también me festejó la sutil capacidad para joder cosas perfectas.

Capítulo I - (fragmento 4)

-El resto me lo dices tú.-

-¿Pero qué quieres que te diga? Eso fue lo que pasó, yo te lo había dicho, que me había pasado algo. Te lo dije y me sacaste las palabras. ¿No te acuerdas? “¿Qué fue lo que pasó Andrés? ¿Que amaneciste con un hombre?" Me pareció fuertisima la pregunta. Me obligaste a mirarte. Después te contesté que sí.-

-¿Estas seguro? ¿Me lo dijiste?-

-¡Te lo dije si! Estábamos caminando por la Plaza del Quinto Centenario, yo quería explicarte por qué me había desaparecido el fin de semana de mi cumpleaños. Te lo dije, te conté lo que pasó. Eras mi mejor amiga.¿Y tu qué? Me dijiste que eso no era nada. Y me molesté, claro. Eso no era lo que yo quería escuchar. Quería que me gritaras mil veces, que te pusieras en el lugar de Victoria, que me dieras un puñetazo encima de los ojos, que me abofetearas sin pensarlo.-

-¿Pero por qué? Si yo no te juzgué Andrés, yo te entendí.-

-¡No sé chica! Tal vez ese ha sido el problema siempre, que las jodias mujeres no me juzgan, que me entienden, que se enternecen conmigo. ¡Y yo no quiero eso! Quiero me dejen saber que estoy haciendo las cosas mal, que asuman actitud, que me agarren de una mano y me conduzcan por otro camino. Las mujeres no ven que sólo quiero estar con ellas, que no las sé tratar pero que me muero por hacerlo, que necesito que me digan todos los días que soy su hombre, que me ayuden a sentirlo. Pero el hecho es que eso es lo que no pasa. Asimilan las cosas más que yo, no les importa y yo no sé agradecerlo, no se dar el máximo para aprovecharme de eso. ¿Cuantos tipos por ahí, que están en las mismas que yo, no darían la vida por conseguir a una buena hembra que acepte lo que son? Pero nunca las consiguen. Yo he tenido una. Antes de Victoria tenía una jevita. Salíamos a la misma vez que yo experimentaba con Waldemar. Y ella sabía de mí. Y no le importó. Pero no, no me quedé ahí. Me hubiera aprovechado. Pero no lo hice.-

-Aprovechar no es la palabra Andrés. No se trata de aprovecharte de la situación y meterte con la primera mujer que decida entenderte, que decida envolverse contigo sin importarle tu pasado o lo que estés haciendo. ¿Qué carajos es lo que quieres de verdad? Pregúntatelo. Tampoco se trata de que la mujer que te entienda tenga que entender tu necesidad de engañarla con los hombres cuando se te antoje. Te equivocaste.-

-El hecho es que no necesito una mujer que me entienda. Necesito una mujer que me viole y ya. Y punto. Que me emborrache de sexo. Soy malísimo para el preámbulo, para la labia, para tenderle la camita a una hembra y llevármela a chingar como quisiera. Necesito una primera vez. ¿No entiendes?-

-¿Nunca has estado con una mujer? ¿Ni con victoria?- Puso la cara de bruta y me escuchó.

-Penetración no. Con Victoria tampoco. No es que las cosas no hayan pasado por que no quiero, es que tengo un terror a que todo me salga mal. Y lo sé, sé que no puedo saberlo si no lo intento. Pero me asusta, me bloquea hacerme a la idea de que una mujer me diga en una cama lo que me falta por hacer o me cuestione el por qué tengo el guevo “flácido”.-

- Ay por favor.-

-¿Qué pasa?-

-Nada. ¿Y con los hombres qué?-

-¿Cómo que qué?¿Que si he estado con más hombres?-

-Si.-

-Pues si, he estado con hombres. Sólo sexo. Nada de amor. Pero lo juro, el día que yo esté con una mujer ahí se cae lo otro, en serio. Con los hombres es extraño, es otra cosa, no hay temor. Con las mujeres sí por que creo que no voy a satisfacerlas, por que a la hora de la cama no sé si mi erección sea a la séptima potencia.-

-¿Que es esa mierda de erección a la séptima potencia chico?- Me gritó ofendida, asombrada, feminista. -Eso no se necesita. Claro, a menos que te acuestes con una puta barata que se reiría sin parar a la primera que te vea el guevo muerto. Pero no es así Andrés. Despierta. Yo no sé cómo te criaron ni cómo criaron a los hombres de esta isla pero las mujeres también tienen sus miedos. Yo tengo los míos. Soy virgen todavía. He tenido jevos que me dejan por eso y he tenido otros que sólo han querido firmar su estreno en mí. Tengo miedo a no ser bonita, a que cuando me quite la ropa un hombre no vea en mí lo mismo.-

-Yo también tengo miedo. Pero claro, es ese miedo a que no se me pare y-

-¡Cabrón! Maldito machista.-

-Dime algo que no sepa, por favor.-

-¡Que yo te violaría Andrés! En serio.- Sofía soltó aquello sin pensar. Un brillo extraño le apareció detrás de las canicas verdes de sus ojos. Mi mirada se concentró en su boca redonda, poco carnosa pero bella. Fue la primera vez que la miré así, de otra forma. Sofía era mi amiga, la mejor. Nunca la vi con otros ojos. Pero ese día se me volcó la mente. Era una posibilidad. Ella quería. A veces, de reojo, le había visto el cuerpo enjabonado por un huequito en la pared, había visto sus tetas en unas fotografías artísticas que un compañero le había tirado en el taller, la había visto besarse con sus novios de una forma frenética, casi ilegal. Todo se volvió silencio en ese instante. Alce la mano, le acaricié la cara, cerró los ojos, jugué con su enredo de pelo marrón, abrió los ojos, la miré descaradamente, sonreí. El cosquilleo me subía. Le vi el cuerpo desnudo bajo la ropa. Estaba sin brasier. -¿Me oíste? Pero también estaría bien perdida. Tú, virgen con las mujeres, y yo, virgen desde niña. Sería extraño. Estaríamos perdidos los dos.-

-Yo no estaría perdido.- Se lo dije sonreído. -Ya sé lo que hay que hacer. Aunque no. También seria mi primera vez con una hembra. ¿Sabes? Cuando yo era un chamaquito y los demás pensaban en estrenarse con las viejas, o con las nenas mayores que ellos, yo pensaba en estrenarme así. Quería eso, quería perderme, que nos doliera a los dos, que fuéramos brutos pero que lo descubriéramos juntos; abrazados.-

-Bueno.-

-Ahí se me reinventaría la historia Sofía. Pero es que realmente a mi me da terror. Yo siempre me pongo en la mente de la gente, me pongo en el lugar del otro antes de hacer, antes de estar. Siempre he creído que cuando llegue ese día, ese momento, la mujer va a estar esperando más de mí que lo que yo espero. Y me frustra. Yo quiero que las cosas se den sin esperar nada, que nos dejemos llevar. Yo le huyo a esa tensión de si salen las cosas bien o mal, que si la complazco o no, que si se sentirá completa con lo que yo le doy o le pueda dar en una cama.-

-¡Ay por Dios! En el fondo somos animales Andrés, eso sale por instinto. Nadie le enseña a los conejos a chingar. Preocúpate por ser amable, por ser calido, no por tu performance. En serio. Nadie tendría sexo si todos se preocuparan tanto por ello. ¿Tú naciste sabiendo escribir? ¿Naciste sabiendo pintar?-

-No.-

-Pues entonces cállate. Algún día te llamaré para invitarte a las tantas de la noche a mi departamento para que veas lo que es estar perdido en una cama, para que tengamos nuestro fucking grandioso estreno.-

Cuatro semanas más tarde me llamó. Nos habitamos. Cogimos rico. Fue mi primera vez.

Miles Davis sonaba al fondo. Gris. Ese 16 de febrero nunca paró de llover. San Juan estaba bajo agua, los puentes bajo agua, Condado y Barrio Obrero unificados bajo el agua. Los enseres se dañaron. La escalera de la casa estaba atragantada. Hedía. Mi cama comenzó a flotar. Silencio. El vaivén de los recuerdos, actos pasados, oscuridades carnales, placeres pequeños. El cielo, que antes se había trasladado de la intemperie al techo, se me movió tras la mirada. Llovió en mis ojos como hacía mucho no llovía. La casa se volvió penumbras. Los peces me rodearon. El celular nadó hacia el fondo. El Quibú. Los muchachitos. El agua pura.